Las dimensiones de la experiencia humana que requieren desaceleración deliberada y materialidad estable frente a la velocidad del cambio.
Una publicación de Contract Workplaces
Desde hace varios años nos reunimos en Worktech para hablar sobre el futuro del mundo laboral y los espacios de trabajo. Venimos aquí para “anticipar” transformaciones que, probablemente, nos sorprenderán de todos modos. Las predicciones sobre el trabajo hechas hace apenas cinco años, antes de la pandemia, parecen hoy algo ingenuas.
El objetivo, sin embargo, no está en la precisión predictiva sino en algo más fundamental: la necesidad humana de crear sentido colectivo en momentos de incertidumbre. Este ciclo de conferencias no es un oráculo del futuro; es una práctica reflexiva, un espacio compartido donde nuestra industria se reúne para cultivar entre todos la capacidad de observación. El valor está en el proceso de pensar juntos, no en acertar con exactitud qué es lo que vendrá.
Lo que vendrá, aunque impredecible, está relacionado con uno de los fenómenos que define nuestra época: la velocidad del cambio que, según el sociólogo alemán Hartmut Rosa, incluye la aceleración de la tecnología, del cambio social y del ritmo de vida.
En el mundo del trabajo, esto se manifiesta como una cultura de reconfiguración constante: metodologías ágiles, organizaciones flexibles, espacios reconfigurables, contratos temporales. Las organizaciones, los conocimientos y los valores, todo se vuelve obsoleto más rápido. Vivimos en lo que Zygmunt Bauman llamó la “modernidad líquida”, donde lo sólido se disuelve en el aire.
En este contexto de fluidez generalizada, el espacio de trabajo surge como una anomalía, no se actualiza como un software. La arquitectura corporativa opera en escalas temporales que parecen arcaicas comparadas con los ciclos de la innovación digital; puede seguir vigente durante años, cuando en tecnología se habla de semanas.
El cambio social también se ha acelerado. Hoy, la cultura se mueve a la velocidad de Internet: los cambios –impulsados por factores como la inteligencia artificial (IA) y los modelos híbridos– se viralizan y se establecen como expectativas laborales a un ritmo mucho más rápido que el diseño de una oficina. El espacio de trabajo tiene una inercia que se mueve a la velocidad del ladrillo: su ciclo de vida se mide en años.
Stewart Brand, en su clásico How Buildings Learn, demostró que los edificios no son objetos estáticos, sino sistemas complejos con capas que operan a diferentes velocidades. La estructura debe ser duradera (hasta 300 años), los servicios actualizables, la configuración adaptable y el mobiliario intercambiable. Esto significa que el espacio físico no es monolíticamente “lento”, sino que contiene múltiples temporalidades.
Y aquí radica su valor en tiempos de aceleración: mientras todo lo demás fluye, el espacio construido ofrece un marco de permanencia que sirve de ancla, de memoria institucional, de compromiso materializado. El espacio físico, al ser más lento y caro de modificar, es el último bastión de solidez en un mundo culturalmente líquido y acelerado.
Sin embargo, reconocer el valor de la permanencia no significa aferrarse a cualquier tipo de espacio. En aras de lograr una flexibilidad capaz de adaptarse a la aceleración de los cambios sin perder vigencia, muchos espacios corporativos terminan convirtiéndose en genéricos, intercambiables y descontextualizados. Es lo que Rem Koolhass llama “Junkspaces”, y que antes Marc Augé había bautizado como “no lugares”.
Los espacios diseñados para una máxima flexibilidad, señala Koolhaas, producen “amnesia espacial”. No tienen carácter porque no pueden comprometerse con ninguna identidad específica. Están en constante renovación superficial (nuevos acabados, nueva señalética, nuevo branding) pero no tienen sustancia.
Ni la flexibilidad total –que produce espacios banales– ni la rigidez absoluta –que genera obsolescencia– son la respuesta. La arquitectura significativa requiere comprometerse con una identidad, con una forma de trabajar, con la visión de lo que la organización es y aspira a ser.
Para que el espacio no pierda significado en la carrera frente a la aceleración, hace falta lo que Hartmut Rosa denomina “resonancia”, una relación significativa, empática y conectada entre el individuo y el entorno. Y la resonancia tiene requisitos específicos para cumplirse: tiempo desacelerado, materialidad estable y presencia corporal. La resonancia más profunda ocurre entre cuerpos presentes.
En el ámbito de los espacios de trabajo, podemos decir que un entorno bien diseñado no solo debe ser “eficiente” o “funcional”: es un eje de resonancia, un lugar con el que se puede desarrollar una relación, que tiene memoria, identidad y presencia. Un lugar que facilita la creatividad que surge del encuentro físico y el bienestar que proviene de la luz natural, la calidad del aire y la escala humana.
La arquitectura, como una tecnología lenta, ofrece la estabilidad necesaria para que ocurra la resonancia.
Rosa también menciona los “oasis de desaceleración”. Se trata de organizaciones o prácticas que resisten la aceleración activamente, no por aversión al cambio sino por una necesidad social y cultural.
Los ciclos de conferencias Worktech operan como estos oasis. No son actualizaciones de software que descargamos en nuestros cerebros. Son espacios temporales de resonancia colectiva: nos reunimos físicamente, desaceleramos lo suficiente para pensar juntos y establecemos vínculos que no pueden ocurrir por Zoom.
Esto nos permite consensuar colectivamente hacia dónde vamos, qué problemas importan y qué valores defendemos. La arquitectura materializa esos compromisos en formas duraderas y crea las condiciones para desarrollar diversos tipos de trabajo e interacción que todavía no pueden replicarse digitalmente.
Quizás en un futuro posthumano, estas discusiones sobre el mundo y los espacios de trabajo parezcan triviales. Pero, por ahora, mientras el trabajo siga siendo una actividad colectiva y necesitemos desarrollar relaciones que van más allá del intercambio de información, pensar juntos sobre los espacios donde trabajamos no es un lujo; es una necesidad.
Sostener la relevancia del espacio físico en tiempos de aceleración digital no es una actitud nostálgica. Es reconocer que hay dimensiones de la experiencia humana que requieren desaceleración deliberada y materialidad estable. Es entender que no todo puede ni debe optimizarse para la velocidad. Es valorar las nuevas tecnologías de crecimiento exponencial y también las que nos otorgan permanencia y estabilidad.
El espacio de trabajo, como apuesta a largo plazo, es un compromiso contra la cultura de la fluctuación permanente. Este ciclo de conferencias es, entonces, doblemente necesario: nos permite actualizar nuestro pensamiento sobre el mundo del trabajo mientras nos recuerda, por el simple hecho de reunirnos físicamente, por qué los espacios importan.
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