Con el desarrollo de la tecnología y la llegada de las nuevas generaciones al mundo del trabajo muchas cosas cambiaron en las empresas. De pronto, la vieja oficina atestada de cubículos monótonos y uniformes dio paso a un espacio abierto, informal y distendido, colmado de bares, salas de juegos, grandes sofás y colores vibrantes. Sin embargo –tal como sucedió con el open office y otras tantas tendencias–, la fórmula del juego y la diversión, hoy devenida en norma, no es infalible ni aplicable en todos los casos. Para que esta estrategia funcione, las empresas no solo deben crear espacios de trabajo que respalden su cultura y sus procesos. También hay que tener en cuenta que, cuando la diversión se convierte en obligación, la respuesta puede ser tan variada como la diversidad humana: desde la aceptación y el entusiasmo hasta la indiferencia y la incomodidad.

Stuart Brown es un psiquiatra estadounidense que, hace unas décadas, comenzó un estudio sobre el perfil psicológico de jóvenes homicidas en los EE.UU. A lo largo de su investigación, Brown encontró que estos individuos tenían un rasgo en común: una vida privada de juegos. Así, descubrió que la privación prolongada del juego tiene consecuencias nefastas para el desarrollo de las capacidades y el bienestar de las personas.

El impulso de jugar es inherente al ser humano –aunque no privativo del hombre ya que muchos animales basan parte de sus conductas en el juego–, y ha sido favorecido y refinado por la evolución durante más de cien millones de años. Facilita el aprendizaje de la regulación social, corporal y emocional, mejora la empatía y la cooperación, proporciona experiencias que benefician la capacidad de recuperación, disminuye el estrés, y desarrolla la curiosidad y la confianza en el otro. Así, el juego ayuda a ensayar e improvisar comportamientos y reacciones de manera más efectiva, preparándonos para lo inesperado en un entorno imprevisible.

Esta visión sobre la importancia del juego ya había sido anticipada por el historiador y antropólogo holandés Johan Huizinga a principios del siglo pasado. Huizinga –quien propuso que nuestra especie estaría mejor definida como "homo ludens" en lugar de “homo sapiens”– sugirió que el juego es un ingrediente esencial en la formación de la cultura humana.

Según estudios de la Universidad de Gloucestershire, jugar es una forma de experimentar sensaciones y emociones a través de la interacción con el entorno social y físico en la que el jugador tiene una sensación de control. Esto tiene un impacto tanto en el desarrollo estructural del cerebro como en la expresión de los genes, y conduce a una mayor motivación para jugar en busca del placer corporal y emocional en formas novedosas y flexibles.

El enfoque neurocientífico revela que todos los mamíferos poseen un sistema cerebral para jugar. El juego es una poderosa fuente de motivación y gratificación que estimula los centros de recompensa del cerebro, el cual responde liberando dopamina y oxitocina, los neurotransmisores que median las sensaciones placenteras.

Todo esto no ha pasado desapercibido en el mundo laboral. La inclusión de áreas de juegos y recreación en los lugares de trabajo ha comenzado a verse como una solución para abordar algunos de los problemas más comunes en las organizaciones actuales: altos niveles de estrés, menor sentido de comunidad, menor lealtad y cambios continuos en el plantel.


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