Ya lo dijo Albert Einstein: no podemos pretender que algo cambie si hacemos siempre lo mismo. La compleja realidad en la que vivimos y los problemas a los que nos enfrentamos en el nuevo milenio están tornando imprescindible el aporte de nuevas ideas para encontrar soluciones innovadoras. Las empresas más exitosas saben esto y, desde hace tiempo, han reorientado sus recursos para poner en práctica aquellas estrategias que permitan incrementar su capacidad de innovar. Hoy en día, el espacio de trabajo es el escenario natural de esta búsqueda y, como tal, puede transformarse en el motor de este proceso. ¿De qué manera? Dando apoyo a la colaboración y a la libre circulación de ideas, favoreciendo una cultura flexible e inclusiva, y ofreciendo las herramientas necesarias para que florezcan la creatividad y la innovación.
Creatividad e innovación no son la misma cosa. Mientras que la creatividad puede ser entendida como la capacidad para generar nuevas ideas, conceptos o soluciones, la innovación es la facultad para convertir esas ideas en algo aplicable y con valor dentro de un determinado contexto.
Según Edward de Bono–destacado psicólogo de la Universidad de Oxford que acuñó el concepto de “pensamiento lateral”– la creatividad es cada vez más valorada como factor de cambio y de progreso. Pero para poder hacer pleno uso de ella es preciso quitarle el halo mágico que generalmente la acompaña, y considerarla más como un modo de emplear la mente y manejar la información.
Es por esto que las empresas están dirigiendo sus esfuerzos hacia la utilización activa de enfoques y técnicas creativas que permitan acelerar y mejorar los procesos de innovación, un elemento diferencial para posicionarse a la vanguardia del mercado.
A hombros de gigantes
Alrededor de 1676, Isaac Newton le escribía a su colega Robert Hooke: "Si he visto más lejos es porque me he subido a hombros de gigantes.". Una frase reveladora de los caminos que recorre la creatividad. Porque, aunque habitualmente se la asocia con el genio individual, la creatividad no surge de la nada sino que suele tener una enorme deuda con nuestros predecesores: se apoya en sus logros y, la transmisión de estos conocimientos a la siguiente generación, hace que la cultura humana pueda seguir evolucionando sin empezar cada vez de cero. De esta forma, a medida que pasa el tiempo, el proceso se acelera.
Los antropólogos llaman a este proceso cultural acumulativo “trinquete cultural3”, el cual requiere, ante todo, la capacidad de transmitir el conocimiento de un individuo a otro, o de una generación a la siguiente, hasta que alguien introduce una nueva idea para mejorarlo. Esto pone en evidencia la naturaleza social de la creatividad, dimensión particularmente relevante en el siglo XXI.
Así, la mayor parte del pensamiento original llega a través de la colaboración y de la estimulación de ideas ajenas. Incluso los creadores más solitarios forman parte de una cultura y se nutren de los logros de otras personas, a veces provenientes de áreas muy diversas.
Evolución y creatividad
Existen evidencias de que los primeros destellos de creatividad humana aparecieron hace unos 70.000 años en África y 40.000 años en Europa4. Pero la capacidad de innovación no surgió de improviso en nuestra historia evolutiva sino que se fue formando durante cientos de miles de años, impulsada por una compleja combinación de factores biológicos y sociales.
Factores tales como el crecimiento demográfico y el vínculo con otros grupos parecen haber amplificado la capacidad de innovación de nuestros antepasados. El aumento de la masa crítica de la población mejoró las probabilidades de que alguien dentro de la comunidad descubriera una tecnología innovadora, mientras que la comunicación con tribus vecinas permitió el intercambio de ideas.
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