Alentar a los empleados a comprar sus propias computadoras portátiles o a llevar sus teléfonos móviles y tabletas personales al lugar de trabajo es una tendencia que está ganando terreno rápidamente. Las empresas esperan que, al ser más flexibles con las políticas de IT, los trabajadores se sientan más cómodos con sus dispositivos y por lo tanto sean más productivos. Este creciente interés de los empleados por el uso de dispositivos personales en el trabajo junto con la aspiración de las empresas por reducir costos, están haciendo que el modelo tradicional de autorizar el uso exclusivo de equipos propiedad de la empresa esté cada vez más obsoleto.
El acrónimo BYOD, Bring Your Own Device (trae tu propio dispositivo) proviene del más conocido BYOB, Bring Your Own Bottle, que algunos restaurantes y locales empezaron a implantar en los años 70: permitían a los clientes llevar su propia botella de vino y les cobraban únicamente un corking fee por descorcharla. Desde ahí, el acrónimo se hizo muy popular en la organización de fiestas de todo tipo: acude a la fiesta, y llévate una botella de lo que quieras beber, donde la “B” final se convierte muchas veces en Beer, Booze o simplemente Beverage.
Dentro de los entornos corporativos, el BYOD es conocido desde hace ya mucho tiempo y, de hecho, está empezando a generalizarse para horror de muchos administradores y departamentos de sistemas. Se calcula que en los Estados Unidos, más de un 70% de las compañías dan soporte a programas de BYOD de algún tipo. La tendencia tiene, si lo pensamos, toda la lógica del mundo: hace algunos años, los entornos corporativos iban claramente por delante de los entornos personales. Lo normal era que una persona tuviese su primer contacto con una computadora cuando llegaba a su puesto de trabajo, y que su computadora portátil -en el caso de tenerla- o su teléfono móvil, fuesen material suministrado por su compañía.
Con el paso del tiempo y la evolución de la tecnología, este fenómeno se ha invertido completamente: cada vez abundan más las personas para las que utilizar la computadora de su trabajo supone evocar el pasado: herramientas desactualizadas, metodologías arcaicas e ineficientes, limitaciones de todo tipo debidas a rígidos protocolos de seguridad, etc.
Con la llegada de las primeras generaciones de nativos digitales al entorno corporativo, el contraste crece todavía más, y se hace progresivamente más difícil de gestionar: pedir a los empleados que hagan un downgrade tecnológico cuando llegan a su trabajo no parece una estrategia demasiado sostenible.
En muchas empresas la práctica puede haber comenzado como el capricho de algún directivo: personas que jerárquicamente podían permitírselo y que aparecían con sus dispositivos personales para incorporar a sus herramientas de trabajo. Resultaba difícil saber cuándo era realmente un “capricho”, una especie de “símbolo de estatus”, un “porque puedo”, o cuándo de verdad el usuario obtenía un plus de funcionalidad, pero el escalafón se convirtió en la puerta de entrada por la que empezaron a llegar la mayoría de las excepciones. En muchos otros casos, los “rebeldes” que pretendían utilizar sus dispositivos se encontraron con un “no puede ser y además es imposible”, y optaron por formas de lucha más o menos militantes, o por resignarse y acostumbrarse a llevar dos dispositivos encima.
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