En los años 50, después de la Segunda Guerra Mundial, muchos empresarios comenzaron a preocuparse por la proporción alarmante de personas que poseían bienes tales como refrigeradores, lavadoras, teléfonos, etc., temiendo que la saturación del mercado disminuyera los volúmenes de ventas. Muchos respondieron reduciendo la vida útil de los productos, lo cual aumentó la frecuencia con la que se actualizaban los modelos. Se abrió, entonces, un debate entre los hombres de negocios, los ingenieros y los diseñadores industriales acerca de la ética y la efectividad del procedimiento; en el contexto de esta controversia, el crítico norteamericano Vance Packard popularizó el término "obsolescencia programada", una práctica que llega hasta nuestros días y pone en peligro las iniciativas sustentables.

La obsolescencia programada es una estrategia de negocios a través de la cual se determina, se planifica o se programa el fin de la vida útil de un producto desde su misma concepción, en forma deliberada. De esta manera, el consumidor debe reponer el producto obsoleto y la cadena productiva sigue funcionando.

En el pasado, se temía que una economía en la que los productos duraran más tiempo iba a crecer más lentamente, con una drástica reducción de la producción y bajas en las ventas minoristas. Se sugirió que la reducción de los ciclos de vida del producto beneficiaría a la economía. Sin embargo, estos impactos negativos podrían haber sido compensados por un aumento de la mano de obra de trabajo de post-venta como la reparación, el reacondicionamiento y la modernización. La "economía de usar y tirar" se habría transformado en una "economía de servicios", con un impacto positivo sobre el empleo. La economía solo se habría visto afectada si los fabricantes hubieran sido incapaces de suministrar productos de alta calidad diseñados para una vida útil más larga.

Pero el concepto de obsolescencia programada se inicia mucho antes. Cuando Thomas Edison comienza a comercializar la lámpara incandescente, su idea era conseguir un modelo capaz de iluminar durante la mayor cantidad de tiempo posible (en ese entonces, la vida útil de las lámparas era de 1.500 horas; más que en la actualidad).A mediados de los años veinte, ya existían lámparas capaces de alumbrar durante unas 2.500 horas. En ese punto, algunos fabricantes se comenzaron a preocupar y, en 1924,firmaron un acuerdo para limitar intencionalmente la duración de las lámparas incandescentesa nomás de 1.000 horas de uso. Fue el primer intento de obsolescencia programada a gran escala.

En 1932, el promotor inmobiliario estadounidense Bernard London, en su libro “Ending the depression through planned obsolescence”, propuso su aplicación como medida para superar el crack del 29. Su propuesta consistía en definir un período de vida para cada producto (tarea a cargo de una Agencia Gubernamental), transcurrido el cual, el usuario debería pagar un impuesto si deseaba mantener sus pertenencias en uso.

En la década de 1950 la obsolescencia programada se había convertido en una rutina y algunos ingenieros empezaron a preocuparse por la ética de producir, en forma deliberada, productos de calidad inferior diseñados para fallar. El conflicto entre los beneficios económicos y los objetivos de la ingeniería eran evidentes, pero el miedo a la saturación del mercado parecía requerir métodos drásticos que aseguraran una economía próspera, aun a costa de perjudicar al consumidor.

En 1954, el diseñador industrial Clifford Brooks Stevens añadió un nuevo giro al concepto de obsolescencia programada, al definirlo como “el deseo del consumidor de poseer un producto un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario”. Introduce asi el papel crucial de la publicidad, dando lugar a un tipo particular de obsolescencia programada, la llamada “obsolescencia percibida”, o la necesidad de estar permanentemente a la moda.

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