Es un clásico, entre los que vivimos en países en vías de desarrollo, hacer mención permanente a las bondades de los países del primer mundo. El orden, la eficiencia, el cumplimiento de las reglas, se nos aparecen como paradigmas organizacionales a alcanzar. Cuanto más eficiente pretende ser una sociedad, más estrictas son las normas y, a la larga, las posibilidades de eludirlas se hacen prácticamente imposibles.

Mucho se ha dicho sobre las maravillas de estos sistemas pero no tanto sobre sus inconvenientes. En estas sociedades, o se está dentro del sistema o se es un paria; a más evolución, parece haber más restricción, menos flexibilidad y más pérdida de la individualidad en favor de un “nosotros”.

No pretendo ignorar en este Editorial los beneficios del orden, pero no tengo dudas de que una buena dosis de caos es muy deseable para el buen vivir.

Desde los intersticios que dejan las monolíticas organizaciones surgen las ideas que rompen el molde, la brisa fresca que desafía al statu quo y que, en definitiva, es la que constituye la verdadera esencia de la evolución y el cambio.

La creatividad, la improvisación, la intuición y sobre todo la singularidad, deben tener también su campo de acción y tierra fértil donde crecer. Primero somos individuos y después sociedad, no deberíamos perder nuestra esencia.v
Las organizaciones "perfectas" terminan convirtiendo toda esa pulcritud en un corsé que, indefectiblemente, acaba asfixiándolas hasta su propia extinción. Y esto les cabe tanto a los países como a las empresas. La historia de la civilización y las escuelas de negocios ya han dicho mucho al respecto.

Tanto las organizaciones como las sociedades que puedan generar las condiciones necesarias para fermentar y desarrollar la innovación y el potencial de las buenas ideas de su gente, no solo tendrán más posibilidades de ser exitosas, sino que también contarán con personas más plenas y eso, sin duda, retroalimentará el circuito.


Víctor Feingold
Arquitecto
Director FM