Más es un término que implica ser positivo. Hacer más y además con menos, implica optimización: llegar al máximo objetivo con el menor gasto posible.

En este siglo, donde los recursos empiezan a agotarse, aparece la necesidad de pensar en cómo optimizarlos. Seguramente los arquitectos somos uno de los principales responsables de cumplir con este imperioso objetivo de ejercer una buena administración de los materiales en el sentido grande de la palabra. Sólo basta con pensar un instante en esto: la ciudad de Buenos Aires está afectada por un clima que no necesariamente debe recurrir al uso del aire acondicionado en verano. ¿Cuánta energía ahorraríamos si prescindiéramos de esos equipos? Por este tipo de derroches, estamos en la bisagra de un cambio inminente donde se deben modificar nuestras costumbres de consumo, de ahorro, de vida.

Lo que hoy se llama Arquitectura Sostenible debería llamarse simplemente “Arquitectura”, donde la sostenibilidad esté implícita en la palabra misma. Los maestros del Movimiento Moderno se preocuparon por la falta de vivienda en los sectores más necesitados dentro de un período de post-guerra y no por esto se hace referencia a su arquitectura como arquitectura de masas. Ellos tuvieron una actitud sostenible al comprender que con menor espacio había que lograr más, que todo el excedente de ornamento del Academicismo había que simplificarlo a la mínima expresión. Como decía Mies Van der Rohe: “Lo menos es más”, o Le Corbusier: “La arquitectura es el punto de partida del que quiera llevar a la humanidad hacia un porvenir mejor”. Pero hay algo importante que rescatar y es que, si no se comienza por la educación, el cambio va a ser difícil. Es muy importante una verdadera transformación en la conciencia de las futuras generaciones. En algunos rincones del mundo mueren miles de personas por falta de agua potable mientras que en algunas grandes ciudades de Latinoamérica, con esta agua potable se limpian las veredas. Esto, hoy, es un acto criminal.

En 1987 se acuñó el término “desarrollo sostenible” como “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer sus propias necesidades”, o según lo define Sir Norman Foster, como “la creación de edificios que sean eficientes en cuanto a los consumos de energía, saludables, cómodos, flexibles en el uso y pensados para tener una larga vida útil”. Me interesa profundizar en la primera definición.

Como arquitectos, nuestra intención es, o era, satisfacer las necesidades de nuestros clientes. Ahora no alcanza sólo con eso, sino que tenemos el compromiso de utilizar la mínima cantidad de recursos pensando en las generaciones futuras. Y a este concepto nos remite la idea de que un edificio no es más un objeto sobre un terreno donde lo importante es el contexto, sino que es un objeto al que hay que pensar, proyectar, construir, usar, mantener y desarmar o reutilizar en un período de tiempo indeterminado. No es muy usual la práctica de entregar a nuestros clientes un manual de mantenimiento de la obra terminada, pero sería prudente hacerlo y además especificar las partes aprovechables del edificio, de qué manera se pueden desarmar sus partes, cómo se pueden reutilizar o cuánto pesa el edificio.

Como profesionales, nuestro servicio no debería concluir con la obra terminada sino que también deberíamos pensar en la vida útil de nuestras creaciones y en el futuro que les espera. Como dice Ken Yeang en un tono romántico: “Un edificio es un organismo vivo que consume recursos y produce desechos”. Lo importante de este concepto es que podamos entender la arquitectura como una disciplina que produce edificios que intentan impactar lo menos posible en la naturaleza -aunque deba vulnerarla-, optimizando todos los recursos desde la concepción del proyecto, la construcción de la obra y el mantenimiento del edificio hasta su desarme o reutilización.

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