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Las empresas fabrican y comercializan productos o servicios pero, sin embargo, los consumidores compran marcas. Y dado que la marca forma parte de la definición de la identidad corporativa, se comprende que constituya uno de los activos más importantes de una empresa. Álvaro Magaña Tabilo nos explica cómo el color ayuda a distinguir y posicionar una marca a través de su potencial emocional.
Quizás uno de los desafíos aparentemente más extraños que se les ha impuesto a las marcas es el de llegar a ser queridas “obsesivamente”, como lo hacen los macmaníacos con Apple o la gran familia mundial de motociclistas con Harley-Davidson.
Suena como un desafío extraño si es que nos limitamos a sólo apreciar racionalmente las marcas como si se trataran de denominaciones funcionales útiles para nombrar productos, servicios, comunidades, etc.; es decir, como “unas simples cosas que sirven para identificar otras”. Pero las marcas se han convertido gradualmente en un fenómeno que atraviesa diversas capas de la vida de las personas, y muy difícilmente podríamos decir que la relación de “la cosa ofertada” con la imagen que proyecta sea mecánica e intelectual. Lejos de ello, las marcas están en un proceso de construcción permanente, pues el protagonista final, el que cierra el círculo de las marcas, es cada persona, cada uno de nosotros, cuando en nuestro fuero interno adoptamos, aceptamos o rechazamos una marca.
Ocurre entonces que las marcas se valen de nuestra razón y nuestras emociones para existir, para hacernos saber que están vivas, que tienen algo que entregar y así influir en nuestra conducta validando con ello la propuesta de valor del producto o servicio encarnado en la marca. Sin embargo, para que este ciclo de reacciones a la marca se cumpla es fundamental que haya equilibrio y consistencia entre sus elementos visibles e invisibles; es decir, que los productos y servicios, logotipos, uniformes, arquitectura, mobiliario, etc. (que constituyen puntos de contacto de la marca con las personas), deben ser coherentes y hacer tangibles ideas y sentimientos únicos y propios.
El producto, su imagen y su posicionamiento sólo pueden ser uno
La identidad, lo propio de cada marca, obliga a quienes trabajamos en Branding a saber traducir e interpretar la información “dura” de la marca, alineando esta clase de información con el tono comunicacional característico de ella y la emoción que la identifica. De esta manera una cadena de supermercados, una red de sucursales bancarias o un periódico regional tienen como mínimo la obligación de entregar o transar algo: una identidad, producto o servicio con estándares básicos de calidad, que a la vez sean creadores de un valor único y altamente diferenciado (Yellow Tail, FedEx, NY) que no pueda defraudar la confianza que la gente deposita en ellos mediante su preferencia. Esto constituye Lo Real -aquello que la fábrica, el municipio, el restaurante, la tienda o la universidad entrega y podemos cuantificar- y que forma parte de la tríada con la cual Procorp alinea la propuesta de valor de una marca.
Pero el solo producto es insuficiente, dado el carácter anónimo que puede llegar a pesar sobre él en un mercado repleto de estímulos poco diferenciados como el que enfrentan las marcas en la actualidad.
La diferenciación entonces debe producirse en el corazón y la mente de las personas. Mientras más diferenciada la marca, más intensa y emotiva su relación con el consumidor / usuario / ciudadano, incluso en aquellos productos cuya carga emotiva parece inexistente o irrelevante. La imagen que retenemos de la marca nos modifica a todo nivel e influye en nuestras decisiones y conductas aunque estemos obligados a consumir un producto que no es de nuestro agrado. Por ejemplo, la resignación ante una marca monopólica es una condición desencadenante para cualquier futura deslealtad ante la aparición de una alternativa mejor; por el contrario, una marca que sintoniza con nuestro estilo de vida y satisface más que sólo una necesidad puede llegar a despertar nuestro entusiasmo (cuando no nuestra obsesión).
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