En este trabajo publicado originalmente hace veinte años y revisado especialmente por su autor para esta edición, el prestigioso arquitecto analiza las exigencias que su disciplina debe cumplir a la hora de crear no sólo el hábitat de las empresas contemporáneas sino también su imagen corporativa


Si intentáramos definir sintéticamente la diferencia entre la concepción clásica de la comunicación empresarial y la nueva concepción, que hace eclosión con los programas integrales de identidad corporativa, podríamos decir que la primera concibe la acción comunicacional como limitada a los medios de comunicación específicos o puros (publicidad, relaciones públicas, prensa, etcétera), mientras que la segunda asume como comunicación el conjunto de la actividad corporativa y la totalidad de sus soportes -materiales o no- en tanto que canales vehiculizadores de mensajes válidos y gobernables. Ni qué decir tiene que, entre esos soportes, el hábitat corporativo, el asentamiento físico, constituye un canal privilegiado por su muy superior capacidad de identificación respecto de otros soportes. Y esa superior capacidad identificadora queda demostrada por el propio lenguaje coloquial. Se dice, refiriéndose a un edificio, esa es la empresa tal, una frase imposible de construir respecto de una carta, una factura o un vehículo de la "empresa tal".
Así asumida, de la arquitectura se espera un servicio que siempre ha cumplido de un modo más o menos tácito y que ahora se le reclama explícitamente: su función de signo identificador de su habitante institucional. El desarrollo de estrategias de identificación corporativa suma, a su vez, otra novedad: dicho signo debe formar parte de un sistema que engloba subsistemas del todo heterogéneos y en cuya producción participan disciplinas muy distintas y, frecuentemente, inconexas. Por ambas razones, el encargo de diseño de arquitectura (el clásico programa arquitectónico) viene hoy mucho más pautado y con contenidos programáticos en lo estilístico.
Esto plantea una situación crítica: la concurrencia de dos líneas de codificación de la imagen no necesariamente confluyentes; la del desarrollo autónomo (léase, mejor, genérico o general) de la propia cultura arquitectónica, y la línea del discurso arquitectónico impuesta desde la estrategia de la identidad corporativa que, bien gestionada, debe inevitablemente pautar una estrategia estilística. Pues, de no ser así, no puede sostenerse que se disponga de una estrategia de identidad, en un sentido estricto.


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